Fragmentos de La ciudad de los inmortales

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Ahora que entramos en la retomada ciudad, no vemos sino espectros de los hombres que alguna vez fuimos, regresando a un lugar que dejó de existir, pues ni nosotros ni ella somos reconocibles.
Quizás es la derruida estatua de Atenea la que representa, mejor que nada, ese desasosiego que lo cubre todo. Lo demás está casi igual y, sin embargo, todo es distinto.
He evitado visitar a aquellos que sé dónde encontrarlos. Xenón tampoco buscó a nadie. Pretendíamos pasar lo más inadvertidos que resultara posible, igual que a nosotros nos pasaron aquellos con los que nos cruzamos.
Diokles me ha rogado que regrese, a través de un emisario que tuvo el talento o la fortuna de encontrarme, como última esperanza para evitar una inmensa injusticia. Por nada ni nadie estaría aquí salvo por Sócrates.

La ciudad de los inmortales
(fragmento del capítulo 1)

Fragmentos de La ciudad de los inmortales


Al mirar arriba percibí una presencia. En la galería del primer piso una figura se recortaba entre las sombras. Era una mujer envuelta en una túnica jónica negra como la noche, con una caída simétrica con abundantes pliegues, que se deslizaban en el aire con inquietante elegancia, dando un aspecto realmente sobrecogedor a su dueña.
Al acercarme la reconocí. Era mi madre. En realidad era mi madrastra, pero yo la llamaba madre, pues siempre se había comportado conmigo como si lo fuera. Mucho más joven que mi padre, Hagne descendía de una familia aristocrática ateniense y, al mismo tiempo, oligarca. Es decir, no solo pertenecía a la nobleza de la ciudad sino que, además, era de familia rica. Estaba en la puerta del gineceo, el área de la casa reservada a las mujeres.
—¡Dion, sube!— me ordenó o me rogó, no lo sé, con un susurro audible desde el patio—.
Ascendí las escaleras hacia el primer piso, mientras todavía podía escuchar las voces provenientes del andrón, donde estaba mi padre con sus invitados. Me acerqué despacio a mi madre y la besé. Era realmente hermosa. Sus enormes ojos negros contrastaban, deliciosamente, con su rostro claro como la luna. El maquillaje de albayalde que lo cubría estaba rematado con un toque de carmín, que le daba un aspecto apasionado.
—¿Cómo estás madre? ¿Quieres saber qué pretenden mi padre y sus amigos? —dije sonriendo—.
—No es necesario que me lo digas –-respondió, devolviéndome la sonrisa—. Lo sé perfectamente.
—¿Entonces? –-pregunté—.
—Quería saber lo que tú quieres –-dijo mirándome fijamente a los ojos, mientras el aire apartaba dulcemente el cabello de su rostro—.
—No deseo nada, madre –-respondí bajando la cabeza. Ella cogió mi cara con sus manos y me obligó a mirarla de nuevo—.
—Dion, ¿eres consciente de que pronto habrá una gran guerra que enfrentará a todos los griegos, hermanos contra hermanos?
—Eso es lo que parece.
—Pericles y su gente —dijo ella con lo que yo interpreté como odio en su mirada—. Ellos nos han llevado a esta confrontación, nosotros no la deseábamos y la ciudad no la necesita.
—¿Y qué tengo que ver en eso? –-pregunté, aún sin entender—.
—Todos saben que estás más que preparado. Si te alistas como hoplita…
—¿Quieres que me aliste voluntario? –-No pude evitar echarme a reír—.
—Siempre has querido esta oportunidad —susurró—.
—Pero has dicho que es una guerra que no necesitamos. ¿Cómo puedes entonces…?
—También la guerra es una oportunidad para cambiar las cosas —me interrumpió con determinación—. Esas que, en tiempos de paz, son inamovibles, y que tiemblan y caen ante la furia de los acontecimientos cuando se levantan las armas.
—Siempre has odiado a Pericles, como todos ellos, ¿no es cierto? –-Hagne no dijo nada. Únicamente me miraba aguardando una respuesta—. Sin embargo, el ejército ateniense puede darme pocas oportunidades. La guerra ya no es para héroes sino para soldados disciplinados que luchan por su ciudad. Atenas lucha para Pericles y yo no tengo ciudad.
—Te equivocas, Dion. Es tu oportunidad de tenerla. Recuerda por qué luchaban antiguamente los hombres del Ática, antes de Dracón. No lo hacían por la polis sino por su génos. Si los oligarcas gobiernan, no te quepa duda de que te concederán la ciudadanía, pues eres hijo de uno de ellos. Es Pericles quien te la niega, no lo olvides.

La ciudad de los inmortales
(fragmento del capítulo 2)

Fragmentos de La ciudad de los inmortales


Abrigados y en silencio, expectantes, apenas sí podíamos divisar la embarcación que navegaba a nuestro lado, mientras más de treinta trirremes avanzaban, a través de lo invisible, hacia lo ignoto, pues invadía la niebla el frío húmedo salido de la mar oscura.
En las batallas se solían dejar las velas en tierra para no estorbar las maniobras y aligerar la nave, impulsándonos con los remos, pero aquella mañana habíamos previsto otra cosa; la flota ateniense se dejaba llevar por los aires para navegar en silencio y evitar así que los eginetas se percataran de nuestra llegada. Un viento persistente aunque no muy intenso soplaba a favor y nos acercaba a la playa que debíamos tomar. La diferencia entre ellos y nosotros era que sabíamos que estábamos allí.
Prohibido teníamos hablar o causar el más mínimo ruido; tan sólo el crujir de la madera de las trirremes podría delatarnos. Ciento setenta remos esperaban en cada nave ateniense, para doscientos hombres que componían la tripulación, dispuestos en tres bancos de remeros superpuestos a distinto nivel en cada flanco.
El Kybernetes de la nave que iba en vanguardia de la formación en punta de lanza de la flota, apoyado en la proa se inclinaba hacia delante, como si así pudiera ver mejor a través de la espesa cortina neblinosa, mientras miles de hombres aguardaban, en tenso silencio, una señal. Las velas empujaban hacia su destino a la flota que avanzaba, a ciegas, con determinación.
Durante mucho tiempo así estuvimos, los remeros quietos y preparados; los soldados, entre los que me incluía, dispuestos; los marineros dando instrucciones con gestos; y los trierarcas apostados cerca del Kybernetes, aguardando.
De repente, el Kybernetes se irguió y levantó una mano, permaneciendo así unos instantes, sin moverse, hasta que se volvió y gritó: ¡Remeros!
El grito, como un eco, se repitió una a una en las más de treinta trirremes que nos seguían, produciendo un efecto sobrecogedor. El keleustes, el jefe de los remeros, comenzó a marcar el ritmo de los remos al son del oboe del trierautes, que como una melodía fantasmal, sonaba desde todas las direcciones en la inmensurable niebla. Ésta, como si también obedeciera al Kybernetes, se desvaneció súbitamente dejando a nuestra vista la isla de Egina y su puerto, a muy poca distancia. Los remeros incrementaban la velocidad y la fuerza de sus brazos al endiablado ritmo de la música, mientras las velas iban bajando rápidamente por los mástiles de todas las trirremes, a las órdenes de los marineros.
Nos acercábamos como una jabalina atravesando el aire y, aunque podían verse eginetas corriendo por el puerto como locos, tratando de tomar posiciones en sus embarcaciones y apostándose tras los muros con arcos, teníamos más que ganada la iniciativa. Antes de que pudieran maniobrar siquiera sus barcos, los atenienses los masacramos por medio del diekplus y el periplus; la primera táctica se basaba en acostar el barco a la nave enemiga para romperle los remos; el periplus consistía en embestir con el espolón contra la nave enemiga, que se hundía sin que perdiésemos un solo guerrero. Ni siquiera les había dado tiempo a zarpar.

La ciudad de los inmortales
(fragmento del capítulo 6)

Fragmentos de La ciudad de los inmortales


—No estés tan serio, Demóstenes —dijo un soldado a nuestro general—.¡Esta ha sido una gran victoria! —Todos irrumpimos en una carcajada, llevados por el vino y el nerviosismo liberado tras haber logrado sobrevivir un día más.
—No aguantaremos ni dos días en este lugar —dijo, sombrío, dejándonos a todos con el corazón helado—. Les hemos rechazado esta tarde, pero no podemos perder de vista que tienen ventaja. Nos rodean por todas partes, son más que nosotros y están mejor preparados. Ni siquiera tienen que atacarnos, les basta con esperar. Pronto nuestras provisiones escasearán y no tendremos más remedio, desesperados y mal alimentados, que salir y enfrentarnos con ellos, y os aseguro que no tendrán piedad.
Un silencio como un abismo surgió de entre nosotros, sabedores de que Demóstenes tenía razón en pensar así. Arkadios y yo nos miramos y éste me sonrió. Nunca dejaba de sonreír, bajo ninguna circunstancia.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Hyginos— Deberíamos aprovechar que están tocados y atacarlos por sorpresa. Ellos no lo esperarán. ¡Hemos demostrado que podemos vencerles!
—¡Sí! ¡Ataquemos al amanecer! —gritó alguien que encontró apoyo enseguida y comenzaron todos a jalear—
—¡Callad, insensatos! —gritó Demóstenes, poniéndose en pie— ¿Queréis que nos aniquilen a todos? ¿Cómo pretendéis que ataquemos a un contingente tan grande de soldados de Esparta, que nos superan en número en tres a uno? Me asomo al muro y veo cientos de hoplitas lacedemonios apostados por toda la orilla y rodeándonos por completo. Envueltos en sus capas púrpuras, no se separan ni un instante de sus lanzas, sus espadas ni de sus pesados escudos. Algunos duermen con el yelmo colocado sobre sus cabezas. Otros incluso hacen ejercicio o peinan sus largas cabelleras, que es lo que estas gentes hacen cuando saben que van a entrar en combate. Si miro un poco más lejos veo naves peloponesias varadas en la playa por todas partes, y al fondo, mar adentro, el grueso de la flota enemiga, preparada para luchar si vienen refuerzos o para apoyar a las unidades de tierra, si fuera necesario. No vamos a enfrentarnos a ellos, sería un suicidio.
—De acuerdo, Demóstenes —dijo, levantando la voz, un soldado, enfrentándose a él—. Dices que esperarán para debilitarnos por hambre y al mismo tiempo que no estás dispuesto a salir a enfrentarte a ellos. ¿No os suena esto? ¿Es que los atenienses vamos a rehuir el combate eternamente a nuestro enemigo? ¿Tan sólo nos atreveremos a atacar a sus débiles aliados? ¿Qué clase de griegos somos? ¡Los dorios llegaron a esta tierra después que nosotros, por todos los dioses!
—¡Siéntate, soldado! —Demóstenes cercenó de raíz cualquier atisbo de rebelión— ¡No quiero escuchar ni una palabra más!

La ciudad de los inmortales
(fragmento del capítulo 11)

Fragmentos de La ciudad de los inmortales

Amparados por la oscuridad de una noche en la que Selene se ocultaba tras grandes nubarrones y descendían las nieblas o surgían del mar, aquellas tropas de combatientes elegidos, comandados por Nikomedes, nadaron desde las trirremes hasta la isla. Las aguas estaban heladas y las corrientes eran extremadamente fuertes. Los contemplábamos alejarse desde las naves, rogando a los dioses por su suerte y esperando nuestro turno. Sabíamos que lo que fuera que sucediese dependía ya de ellos y que, en cualquier caso, aquella sería nuestra última oportunidad en aquellos inhóspitos parajes.
El grupo, de tan solo unos veinte hombres, había participado en aquellos meses en diversas misiones sobre el terreno. Estaban acostumbrados a nadar de noche hasta Esfacteria y adentrarse en el ya desaparecido bosque, para vigilar los movimientos de los dorios. Eran misiones muy peligrosas y muchos de ellos habían sido capturados y asesinados, pues los espartanos también tenían gente escondida por toda la isla, precisamente para interceptar posibles incursiones. Los que perdían la vida rápidamente podían darse por afortunados, pues los lacedemonios no se andaban con tonterías a la hora de obtener información de sus rehenes. Así que estos soldados eran, sin duda, los idóneos para llevar a cabo la primera parte de la misión.
Con suma cautela, pero con toda la rapidez que pudieron, se arrastraron en la oscuridad hasta el fortín que defendía la parte meridional de la isla. Intentaron asegurarse de que no los habían visto y pudieran estar preparados. Todo parecía indicar que nadie se hubiera percatado de su presencia. Entonces se adelantó Nikomedes, admirado por todos nosotros por sus muestras de valentía y que siempre se ofrecía voluntario para este tipo de cosas, para asegurarse de que no estaban sobre aviso y averiguar cuántos eran y en qué situación se disponían en el fortín.
Comenzó a llover con fuerza repentinamente, y un par de relámpagos mandados por Zeus estallaron en enérgicos truenos. No cabía peor suerte, pues si los soldados espartanos estuvieran adormilados o, cuando menos, distraídos, esto los pondría en alerta. Pareciera que el dios quisiera avisarlos de nuestras intenciones y protegerlos a ellos y su causa. Durante unos instantes, bajo aquella poderosa tormenta, nuestros hombres esperaron con el corazón en un puño a que sucediera algo, cuando vieron venir corriendo a Nikomedes. —«¡Vamos!» —dijo— «No hay más de treinta». Les explicó brevemente la disposición de los diversos grupos en el fortín y se dividieron para, una vez dentro, dirigirse directamente, cada uno de ellos, a los enemigos asignados. Si lo hacían todo con rapidez, con suerte los espartanos ni siquiera podrían reaccionar.

La ciudad de los inmortales
(fragmento del capítulo 14)

Fragmentos de La ciudad de los inmortales

En tres caballos montamos cinco hombres y nos dirigimos a toda prisa, a través de las llanuras frigias, hacia el bosque donde esperábamos encontrar al hombre que debía cambiar el curso de los acontecimientos.
Atravesamos la fría noche adentrándonos en un espeso bosque en el que parecía fácil perderse, pero que conocía bien nuestro guía. Solitario y profundo, no aparentaba albergar vida alguna aquel remoto paraje, en medio de tierras lejanas a la patria, hasta que vi pasar a alguien en la distancia, entre los árboles, a lomos de un veloz caballo en dirección opuesta a la que nosotros llevábamos.
—¡Me ha parecido ver a alguien! ¿Lo habéis visto?
—¡No vi nada!
—¡Yo sí lo he visto, Dion! Alguien cabalgaba fuera del camino en sentido contrario.
Nos detuvimos. Los caballos jadeaban inquietos por el esfuerzo, lanzando denso vaho al frío aire de la noche. Nos adentramos en la parte del bosque en que habíamos visto aquella sombra, pero no encontramos nada.
—Yo no he visto nada.
—¡Os digo que alguien pasó! —dije irritado— ¡Tú lo viste! ¿No es cierto?
—Creo que sí.
—No se puede cabalgar por aquí. Con esta maleza y esta oscuridad un caballo no tardaría en caerse.
—Me da igual lo que hayáis visto —dijo el mayor—. No podemos detenernos. Lo que buscamos no está aquí.
—Tiene razón —dije finalmente—. ¡Vámonos!
Salimos de nuevo al camino y nos lanzamos al trote hacia la cabaña. No pasó demasiado tiempo cuando fuimos rodeados por el humo.
—¡Huele a madera quemada! —gritó alguien— ¡Maldición!
Un gran resplandor emergía con furia del bosque. Aminoramos la marcha y nos acercamos con cautela. Una densa humareda lo envolvía todo y resultaba difícil respirar y ver nada a nuestro alrededor. Nos bajamos de los caballos y continuamos a pie, en silencio, con nuestras armas en las manos, no sabiendo qué esperar.
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La cogí con fuerza por el brazo y la atraje a mis labios, mordiendo su boca. Ella se dejó hacer unos instantes, hasta que se retiró, empujándome.
—Con una vez es suficiente, Dion. Será mejor que te vayas —Roxana parecía observar mi reacción—.
—Me decepcionas —respondí—. Supongo que esperaba que te rebelaras contra tu destino.
—Nadie puede escapar de su destino, sino en todo caso esquivarlo tantas veces como la suerte le ayude.
Negué con la cabeza.
—Está bien, creo que me he equivocado contigo.
Me volví con intención de marcharme.
—¿Qué esperabas? —dijo, levantando un poco la voz— ¿Que renunciara a Kallias y me casara contigo?
Me sonreí.
—No. Eso sería demasiado fácil. De ti deseaba mucho más.
Roxana se mordió el labio y abrió inconscientemente sus grandes ojos.
Me acerqué despacio y deslicé mis dedos entre sus cabellos.
—Esperaba que me lo dieras todo.
—¿Todo? —preguntó, expectante—
—Incluso tu vida, Roxana.
Me miró fijamente.
—Quisiera sacrificarte, mujer, y acabar contigo. ¡Oh, sí! Que dejaras de existir para no albergar ya esperanza en mi deseo y el fuego que me consume se extinguiese. O que me mataras tú; ese sería mi mejor destino, por todos los dioses… Luchemos, infrinjámonos heridas, como Aquiles y Pentesilea aniquilémonos el uno al otro. ¡Eso espero de ti y no menos!
La diosa beocia me agarró con fuerza y me lanzó contra la pared. Se lanzó sobre mí y mordió mi cuello.
—No me jugaré mi destino a suertes contigo, Dion. Uno de los dos va a morir aquí, te lo aseguro.
—Pues mátame, hija de Drakon. Da cumplida venganza a todas las almas que he mandado al Tártaro.

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