Del haz de luz a la copia impresa: la historia olvidada de las diapositivas, el Kodacolor y el primer asombro del color

Contemplación, fotografía y cine - El arte de mirar - Comentarios -
¿Por qué hubo un tiempo en que muchos fotógrafos preferían las diapositivas a las copias impresas? ¿Qué tenía ese pequeño marco de celuloide proyectado en la pared que hacía que incluso los profesionales más exigentes las eligieran antes que cualquier papel fotográfico? Este artículo explora el tránsito entre los proyectores de diapositivas y las copias en Kodacolor, cuando ver una foto en color en casa era casi magia y el color comenzó a formar parte de la vida de la gente corriente.

Durante años, antes de que el color llenara los álbumes familiares, las diapositivas reinaban. Y no sólo en el ámbito doméstico. También los grandes fotógrafos —como Ernst Haas o Saul Leiter— preferían las transparencias. ¿La razón? Fidelidad cromática. Una buena diapositiva, bien expuesta y bien proyectada, tenía una calidad de color y una nitidez que ninguna copia impresa podía igualar.

Pero la pregunta sigue flotando: ¿por qué preferir algo que sólo se podía ver con un proyector, en la oscuridad, frente a una pared?
La respuesta, quizás, está en el rito.

Ver una diapositiva era una ceremonia. No se hacía en cualquier momento. Había que preparar el espacio, apagar luces, cargar el carrusel, ajustar el enfoque. Era necesario reunirse —la familia, los amigos— para ver. Y cuando por fin la imagen estallaba en la pared, todos quedaban en silencio. Se oía el clic de la máquina al pasar a la siguiente. El color era tan intenso que parecía prestado de otro mundo. No había margen para la distracción. No se pasaba la foto como quien hojea una revista. Estaba ahí, como un vitral de memoria, irrepetible.
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Luego llegaron las copias en Kodacolor, y con ellas, la democratización del color. Por fin, cualquier familia podía tener sus propias fotos en tonos reales, sin necesidad de proyectores ni penumbras. El Kodacolor, que Kodak lanzó en 1942 y popularizó durante los años 50 y 60, permitía revelar negativos en color y obtener copias impresas con cierta fidelidad. El color se volvía cotidiano.

Y eso, en cierto modo, lo volvió menos mágico. La foto ya no vivía en la luz, sino en una caja. Se convertía en cosa. En objeto. En rutina. Las diapositivas no eran solo una tecnología: eran una forma de mirar.
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En 1954, un joven estadounidense llamado Fred Herzog emigró a Canadá con una Leica cargada de película Kodachrome. Salía a las calles de Vancouver a captar escenas cotidianas: letreros de neón, coches oxidados, gente esperando el tranvía. Durante décadas, sus fotos fueron apenas conocidas. Nadie quería exponer diapositivas, ni publicar color en revistas “serias”. El blanco y negro seguía siendo sinónimo de arte.

No fue hasta los años 2000, cuando se digitalizaron sus transparencias, que su obra se valoró en su justa medida. En una entrevista dijo:
La gente cree que el color es fácil. Pero el color es traicionero. Tiene voz propia. Si no sabes escucharla, te devora.”

Es curioso: el color fue visto durante décadas como algo menor, banal, propio del turismo o del álbum familiar. La verdadera fotografía —decían— era el blanco y negro. Hasta que se dieron cuenta de que esas viejas diapositivas contenían no solo tonos, sino épocas enteras, capturadas con una viveza que ningún negativo monocromo podría igualar.

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Hubo un tiempo en que ver una foto en color en casa era casi milagroso. Un tiempo en que mirar no era pasar el dedo por una pantalla, sino sentarse, esperar el clic del proyector, dejarse cegar unos segundos por la luz y luego entrar en ella.

Hoy, que tenemos miles de imágenes en el móvil, que vivimos rodeados de pantallas y saturación cromática, cuesta imaginar lo que significaba ver tu primer retrato en color. O una postal de tu propia infancia proyectada en una pared blanca. Pero hubo un momento en que eso era extraordinario.

No por lo que mostraba, sino por cómo lo mostraba.
La luz, la espera, el silencio.
Y el asombro —ese que no se nombra, pero se queda contigo.

Quizá no se trataba de preferir diapositivas o copias impresas. Quizá el verdadero misterio estaba en la manera en que nos deteníamos a mirar.
La pregunta es:
¿cuándo dejamos de hacerlo?

¿Te has encontrado alguna vez una caja de viejas diapositivas? ¿Las proyectaste? ¿Qué viste en ellas? Cuéntamelo. Me encantaría escucharte.


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