¿Cómo se derrota a un gigante en el mar? Crónica invisible de la batalla de Salamina

Historia con sentido - Ecos del pasado - Comentarios -

Cuenta Plutarco que Temístocles, el general ateniense, llevaba una túnica de lino tan simple que algunos lo confundían con un pescador más. Y, sin embargo, aquel hombre de andar rápido y mirada oblicua fue quien engañó al Gran Rey de Persia. No con espadas ni con escudos, sino con una carta. Una carta escrita para el enemigo. Una mentira sembrada con precisión quirúrgica en el corazón de Jerjes, el monarca más poderoso de su tiempo.

Pero antes de esa carta, antes incluso de los trirremes y el eco de los remos en el estrecho, hubo una pregunta que nadie se atrevía a formular en voz alta:

¿Qué puede un puñado de ciudades desunidas frente al imperio más vasto del mundo?

En el año 480 a.C., el mundo conocido estaba en vilo. Jerjes, rey de reyes, señor de Asia, descendiente de Darío y de los dioses de los zoroastrianos, había lanzado sobre Grecia la mayor invasión de la historia hasta entonces. Cientos de miles de hombres, barcos que oscurecían el mar, puentes de barcos sobre el Helesponto, ingenieros que cortaban montañas para construir pasos. A su paso, todo se doblaba o ardía.

Los griegos, por su parte, eran apenas un archipiélago de orgullos en guerra constante entre sí. Atenas y Esparta apenas se toleraban. Las ciudades del Peloponeso miraban con sospecha a las islas. Y los dioses, siempre tan ocupados en sus rencillas, no parecían especialmente dispuestos a ayudar. El oráculo de Delfos, consultado en medio del pánico, solo dijo: “Oh, desdichada Grecia, tu fin se acerca.”

Hasta que volvió a hablar.
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“Solo el muro de madera salvará a los atenienses”, dictó la Pitia en su segundo oráculo. Algunos lo interpretaron como una empalizada. Temístocles, en cambio, pensó en barcos. Pensó en huir. Pensó, sobre todo, en atrapar al monstruo persa en un sitio donde su fuerza fuera su debilidad.

El sitio elegido fue Salamina, una pequeña isla a las puertas de Atenas, donde el mar se angosta como una garganta. Allí, el tamaño de la flota persa —casi tres veces mayor— sería más un estorbo que una ventaja. Allí, la maniobrabilidad, la velocidad y el conocimiento de las corrientes serían armas invisibles.

Pero faltaba convencer al enemigo de que mordiera el anzuelo.

Y es aquí donde la historia da un vuelco insólito.

Temístocles, sin informar a sus aliados, escribió al propio Jerjes fingiendo una traición: “Los griegos van a huir esta noche —decía su mensaje—. Si atacas ya, los destruirás sin esfuerzo.” Jerjes mordió. Movilizó su flota, cerró las salidas del estrecho y se dispuso a la masacre. Pero los griegos no huyeron.

Esperaban.

La mañana del 29 de septiembre de 480 a.C., el estrecho de Salamina se convirtió en una trampa de agua y furia. La flota persa, amontonada en filas desordenadas, no podía maniobrar. Los trirremes griegos, más ligeros, atacaban como lanzas desde las sombras. Las corrientes empujaban a los barcos enemigos unos contra otros. En cubierta, los soldados apenas podían pelear: muchos eran simples marinos, otros eran esclavos. No hablaban la misma lengua. En los barcos griegos, en cambio, todos eran ciudadanos libres. Remaban por su polis, por su gente, por algo que no se medía en oro.

Esquilo, que combatió allí, lo dejó escrito en su tragedia Los persas:
Un grito, un solo grito, nació de todos los barcos: ¡Hijos de Grecia, avanzad, liberad la patria!
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Jerjes contempló la escena desde un trono de oro dispuesto en una colina cercana. Había mandado traerlo para observar su victoria. En cambio, vio cómo ardía su flota, cómo huían sus hombres, cómo el mar, que creía suyo, se volvía contra él.

Y con él, ardía también una idea: la invencibilidad del Imperio.

Podríamos seguir con cifras, con nombres, con consecuencias. Podríamos hablar del surgimiento del pensamiento democrático, del auge cultural de Atenas, del ocaso de la amenaza persa. Todo eso es cierto.

Pero hay otra historia más sutil que apenas se cuenta. La historia de cómo la inteligencia venció a la fuerza bruta. De cómo una civilización al borde del colapso apostó por lo que nadie esperaba: no la retirada, no la sumisión, sino el engaño. La astucia. El mar.

Y, sobre todo, el sacrificio.

Porque, para que esa victoria fuera posible, Atenas tuvo que ser evacuada. Las mujeres, los niños, los ancianos, embarcados en botes. La ciudad misma ofrecida como cebo. Quemada por Jerjes poco después. No hay otro caso, que sepamos, en que un pueblo entero haya abandonado su hogar no para salvarse, sino para combatir con más claridad. Con más libertad.

¿Y Temístocles? Terminó sus días en el exilio, repudiado por sus compatriotas cuando la paz volvió y las enemistades de siempre regresaron. Murió en Asia Menor, posiblemente envenenado, bajo la protección de los persas.

A veces, la historia no es justa con sus héroes. O tal vez lo sea, pero a su manera.

Una manera que no busca estatuas, sino preguntas.

Como esta:

¿Qué habríamos hecho nosotros, si todo lo que amamos hubiera que abandonarlo para poder salvarlo?


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