¿Qué escuchó Mahoma en la cueva de Hira?

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Un hombre entra solo en una cueva. No lleva lámpara, ni agua, ni papiros. Solo el peso del mundo. Se llama Muhammad, aunque los siglos lo llamarán Mahoma. No sabe leer ni escribir. Tampoco ha salido jamás del desierto que lo rodea, salvo para algún viaje comercial. Y, sin embargo, de esa cueva saldrá el libro que cambiará el curso de la historia, que unificará tribus, hará temblar imperios y elevará la lengua árabe a la categoría de arte sagrado. Un libro que empieza como un susurro en la oscuridad.

"¡Recita!"

Esa fue —según cuentan— la primera palabra que escuchó Mahoma en la cueva de Hira. Un mandato, no una invitación. Lo dijo una voz invisible, profunda, que lo envolvió y lo estremeció. Él tembló. Pensó que enloquecía. ¿Cómo iba a recitar si no sabía leer? Era el año 610, y el arcángel Gabriel, el mismo que había anunciado a María su embarazo milagroso, ahora se presentaba ante un comerciante de La Meca para dictarle la palabra de Dios.

Pero aquí empieza lo extraño. Mahoma no escribió. No transcribió. No fue un escriba, sino un eco. Un eco de una voz celestial que solo él escuchaba, y que otros, a su alrededor, empezaron a memorizar. Así nació el Corán, no como un libro, sino como un torrente oral. Un texto sagrado que se recitó antes de escribirse. Y que, cuando se escribió, fue tan inusualmente hermoso que incluso los poetas de la época —maestros del verso árabe— lo escuchaban con reverencia.
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Una lengua que se hizo sagrada

Antes del Corán, el árabe era una lengua viva, pero no fijada. Era un idioma de nómadas y mercaderes, diverso, cambiante. El Corán lo detuvo. Lo cinceló. Lo volvió piedra angular. En él, cada palabra fue medida, cada pausa considerada parte del mensaje. Las suras —los capítulos— no siguen un orden narrativo, sino emocional, casi místico. El lector entra y sale de visiones del Juicio Final, pasajes sobre Moisés o Jesús, exhortaciones éticas, leyes de herencia, relatos de pueblos destruidos, y... leyendas.

Sí, leyendas. Porque el Corán no rehúye lo fantástico. Allí están la historia de Dhul-Qarnayn, un gobernante que erige un muro para contener a Gog y Magog, o la sorprendente leyenda de los Siete Durmientes, muchachos que se refugiaron en una cueva para no renunciar a su fe y despertaron siglos después, indemnes, mientras el mundo había cambiado.

La historia ya existía. Circulaba entre los cristianos de Siria y Asia Menor desde hacía siglos. Pero el Corán la recoge, la arabiza y le da un nuevo lugar en el imaginario. Esto no es copia. Es absorción. Es alquimia cultural. El islam nacía así, con raíces cristianas y judaicas —la Torá y los Evangelios aparecen constantemente citados—, pero con un estilo y una cadencia nuevos, como si cada palabra respirase la arena y el cielo inmenso del desierto.
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Variaciones de lo eterno

Se suele decir que el Corán no ha cambiado desde el siglo VII. Que es el mismo en todos los rincones del mundo islámico. Pero eso no es del todo cierto. Desde los primeros tiempos, hubo debates, versiones, escuelas. Durante el califato de Uthman, apenas veinte años después de la muerte de Mahoma, se destruyeron varias recopilaciones consideradas divergentes y se fijó una versión oficial. Algunos textos apócrifos hablaban de versos que se olvidaron, otros de suras que se omitieron. Incluso se habla de la “versión de Ibn Mas’ud”, discípulo cercano del profeta, que se resistía a aceptar la edición oficial.

¿Y entonces? ¿Cómo puede ser sagrado un texto que ha sido editado por hombres? ¿Dónde queda lo divino cuando lo toca lo humano? Quizá la clave esté en que el Corán no pretende ser comprendido del todo. Hay versos que solo Dios entiende —así lo afirma el propio texto—. Y, sin embargo, millones de creyentes lo memorizan entero, palabra por palabra, incluso hoy. Un niño de nueve años puede ser hafiz, guardián del Corán, sin haber entendido aún todas las metáforas, pero con la certeza de que hay algo allí más grande que él.

Una revolución más allá de la fe

Durante siglos, el Corán fue el corazón de la ciencia, la filosofía, la medicina y la literatura del mundo islámico. En Bagdad, en el siglo IX, se tradujeron a partir de su impulso los textos de Aristóteles, Galeno y Pitágoras. Los comentarios al Corán generaron glosarios, gramáticas, escuelas lingüísticas. Se desarrolló la caligrafía como arte, no por estética, sino por respeto: ¿cómo escribir lo divino si no es con belleza?

La lengua árabe, hasta entonces una entre muchas, se volvió la lengua de la revelación, del saber y del poder. Influyó en el hebreo medieval, en el persa, en el turco. Viajó con los comerciantes a África, con los conquistadores a la Península Ibérica, con los místicos a la India. Y en cada lugar, dejó no solo una religión, sino una forma de mirar, de hablar y de imaginar el mundo.
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Un hombre, una voz, una cueva

Volvamos a la cueva. Mahoma, agotado por la visión, baja corriendo hasta su casa. Entra temblando y le dice a su esposa Jadiya: “Cúbreme, cúbreme”. Ella lo arropa y lo escucha. No lo llama loco. No lo reprime. Le cree. Porque a veces, lo más increíble no es que alguien diga haber escuchado a Dios, sino que alguien le crea.

Hoy, catorce siglos después, aún se recita el Corán en voz alta como si cada palabra acabara de ser dictada. Como si aún resonara en una cueva donde un hombre que no sabía leer se convirtió, sin saberlo, en profeta, en poeta y en puente entre mundos.

¿Y si lo que cambia el mundo no es lo que sabemos, sino lo que estamos dispuestos a escuchar?


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