El espejismo del más allá: o por qué nunca serás feliz con lo que aún no tienes

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Una vez, en una tienda, mientras una señora mayor discutía con el dueño porque el queso de oferta no se aplicaba al de oveja curado, oí a un tipo decir: “Mira, quien no es feliz con una tortilla francesa, tampoco lo será con un solomillo al foie.” Me giré. El hombre tenía aspecto de jubilado despierto, con gafas de sol y gorra de pescar. Lo dijo como quien suelta una verdad universal mientras el mundo sigue girando sin enterarse.

Años después, esa frase se me quedó clavada como la semilla de una idea molesta. Hoy la traduciríamos así, con cursiva de autoayuda: “Si no eres feliz con lo que tienes, no lo serás con lo que no tienes.” Pero cuidado: no es una de esas frases de taza con flores ni una excusa barata para conformarse. Es más bien una advertencia, una bofetada con guante de seda.

Déjame que te cuente una historia. O mejor, dos. Porque las comparaciones, como los tuppers en casa de tu madre, siempre vienen de dos en dos.

Historia 1: El infeliz satisfecho

Chicago, 1954. Norman trabajaba en una oficina de seguros donde todo era beige: las paredes, las corbatas, incluso las conversaciones. Pero él soñaba. Cada día se decía que cuando tuviera un coche sin ruidos, una casa con jardín, y una esposa más parecida a Rita Hayworth, entonces sí, sería feliz. Lo decía con esa seriedad que solo se tiene cuando se han visto demasiados anuncios.

Jugaba a la lotería cada semana. Y un día, ¡milagro!, ganó. Lo que vino después fue un catálogo: casa nueva, coche caro, esposa nueva (más joven, sí, pero con la calidez emocional de una ensalada de plástico). Al principio, todo parecía prometer. Pero pronto, Norman dejó de dormir bien. Le costaba reírse. Sospechaba de todos. En una de sus sesiones con el psiquiatra, confesó:

—He conseguido todo lo que quería, pero me siento como un florero caro en una habitación vacía.

Y ahí quedó Norman, rico y más solo que un muñequito de nieve en agosto.

Historia 2: El feliz sin más

Al otro lado del Atlántico, en una aldea de la sierra de Huelva, vive Teresa, 82 años. Su casa tiene grietas con nombre propio y su televisión parece una reliquia de museo soviético. Sin embargo, Teresa se ríe todos los días. Riega sus geranios con la devoción de quien riega certezas. Tiene una pensión humilde, pero también tiene tiempo. Y eso, en estos días, es un lujo más caro que el oro.

Su nieto, que vive en Madrid rodeado de smartwatches, ansiedad y sushi a domicilio, fue a visitarla. Una tarde, mientras ella le servía un café de puchero, le preguntó cómo podía estar tan contenta con tan poco.
Ella, sin quitarse el delantal, le dijo:

—Porque lo poco que tengo, lo tengo entero. Tú tienes de todo, pero te falta lo que no se compra.

El muchacho se quedó mirando su móvil. Por un momento, pareció no saber para qué lo había sacado.
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La trampa del “cuando tenga”

Nuestra cultura nos ha vendido la idea de que la felicidad está siempre un paso más allá: cuando cambies de coche, cuando adelgaces cinco kilos, cuando tu jefe te valore, cuando te mudes a ese piso con terraza… Y así pasamos la vida: hipotecando el presente en cuotas mensuales de “quizá”.

Nos hemos convertido en burros con diploma que persiguen zanahorias de neón. Y cada vez que alcanzamos una, aparece otra, más grande, más cara, más inalcanzable. Es el ciclo perfecto para no parar nunca. Para estar siempre un poco frustrados. O como diría cualquier cuñado en Nochebuena: “Esto está montado para que nunca estemos del todo contentos.”

Y puede que por una vez tenga razón.

La historia que más me gusta (y más me incomoda)

Diógenes, el filósofo griego que vivía en una tinaja (otros dicen tonel, yo me lo imagino más como una casa de IKEA sin montar), recibió un día la visita de Alejandro Magno. El conquistador, deslumbrado por la fama del filósofo cínico, le ofreció lo que quisiera. “Pídeme lo que quieras”, dijo, esperando que el sabio le pidiera oro, tierras, o al menos un sofá cama.

Diógenes, con su barba enredada y sus ojos llenos de desprecio lúcido, respondió:

—Sí. Apártate, que me tapas el sol.

Alejandro, cuentan, se quedó sin palabras. Quizá por primera vez en su vida. Porque en ese momento, entendió que aquel hombre lo tenía todo sin poseer nada.
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No es moraleja. Es aviso

Así que no, no es conformismo. Es otra cosa. Es comprender que si no eres feliz con tu ahora, tampoco lo serás con tu cuando. Que la plenitud no se hereda, no se gana, no se compra. Se construye. Se riega. Se elige.

Como dijo aquel hombre en la tienda, mientras la señora seguía discutiendo con el dueño por el queso:

—La felicidad no es una cosa que se alcanza. Es una forma de mirar lo que ya tienes sin estar esperando que venga algo mejor a salvarte.

Y mira, tenía razón.


Si sientes que esta historia te ha aportado, si ha despertado algo en ti, te agradecería de veras que lo compartieras y que, si te apetece, me dejaras unas líneas en los comentarios. Me interesa mucho tu opinión, y también saber si te gustan estos temas para profundizar en ellos. También puedes suscribirte al blog, es gratis y no te perderás ninguna de las publicaciones. ¡Muchas gracias!

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