Leónidas contra el mundo: el día que 300 hombres desafiaron a un imperio

Ecos del pasado - Comentarios -

Amanecía en la angostura griega de Termópilas. Los vapores sulfurosos que emanaban de las aguas termales daban al paisaje un aire de averno doméstico, como si el Hades hubiese llegado hasta aquel lugar. Allí, entre riscos y marismas, donde el mar lamía la falda de las montañas y apenas cabían dos carros en paralelo, iban a enfrentarse el hombre y el mito. El segundo llevaba barba perfumada y un ejército tan largo como los discursos del orador Demóstenes; el primero, una capa escarlata, una lanza y una conciencia que no cabía en cien mil cráneos persas.

El mito se llamaba Jerjes, hijo de Darío I, emperador de Persia, y quizá uno de los hombres más poderosos que ha parido la historia… o la megalomanía. Mandó construir un puente de barcazas para que su ejército cruzara el Helesponto, y cuando una tormenta se lo llevó, no dudó en azotar simbólicamente al mar con trescientas cadenas y unas cuantas maldiciones. Porque un dios persa puede domar hombres, pero Jerjes se creía capaz de domar a Poseidón con el látigo.

—¡Súbditos míos! —diría después, contemplando su ejército desde un promontorio—. Este mar de hombres será como una marea divina que arrasará Grecia.

Y claro, como toda marea, acabaría tropezando con una roca.

Esa roca se llamaba Leónidas.

El rey que no creía en los números

Rey de Esparta por obligación más que por deseo, Leónidas no era un estratega de palacio ni un orador de ágora. Era un hombre que rumiaba la guerra en silencio, como quien paladea un vino fuerte y áspero antes del festín. Cuentan que, al enterarse del tamaño del ejército persa, alguien le preguntó si no sería mejor rendirse.

—Entonces seríamos muchos más los esclavos —dijo, como quien da por cerrado un asunto de intendencia.

Porque Leónidas era así: parco, seco, contundente. Uno de esos tipos que, si te mira fijamente, se te olvida la pregunta. Aceptó ir a Termópilas con apenas 300 hoplitas espartanos (eso sí, todos con hijos varones, por si había que perpetuar el músculo nacional), y un puñado de aliados griegos que sumaban, en el mejor de los cálculos, unos 7.000 hombres. Jerjes traía consigo, según Heródoto —ese cronista propenso al entusiasmo numérico—, un ejército de dos millones. Hoy sabemos que eran muchos menos, pero la épica, como los buenos vinos, se embriaga de exageración.

Leónidas sabía que no vencería. Su propósito no era ganar, sino educar: dar una clase magistral de coraje a las generaciones futuras. Es decir, morir bien. Porque en Esparta uno podía vivir de cualquier manera, pero no podía morir de cualquier forma. Lo sabían sus hombres, lo sabía él, y lo sabría Jerjes.

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El persa que lo tenía todo… salvo sentido del humor

Jerjes no era un villano de opereta. Era culto, refinado, y tenía una visión imperial: conquistar el mundo no por el placer de la sangre, sino por el orden, la hegemonía y, claro, por no escuchar más quejas de sus sátrapas. Llevaba un ejército multicolor, un desfile de Babel con medos, partos, escitas, egipcios y hasta indios con elefantes (porque no hay invasión completa sin elefantes, aunque nunca estén del todo seguros de a qué han venido). Pero esa diversidad no se traducía en unidad. Donde Leónidas tenía una roca, Jerjes tenía una montaña de mármol sin cohesión.

Cuando los persas llegaron a las Termópilas y se encontraron con los espartanos peinándose (literalmente), uno de los mensajeros volvió con cara de póker.

—Se están acicalando, mi señor. Y bailan con espadas.

Jerjes, que era persa pero no idiota, mandó llamar a Demarato, un espartano exiliado que sabía leer entre líneas.

—¿Eso hacen antes de una batalla?

—No —respondió Demarato—. Eso hacen antes de morir.

Táctica, laconismo y teatro sangriento

Los primeros asaltos persas fueron un despropósito. Las falanges espartanas eran como una muralla móvil de bronce y músculos. La estrechez del paso anulaba la ventaja numérica del enemigo, y cada persa que se acercaba era devuelto con una lanza en el pecho o una frase lapidaria en los oídos.

—¡Ríndanse! —gritaban los emisarios—. ¡Nuestras flechas oscurecerán el sol!

A lo que el espartano Dienekes, con ese humor que habría hecho sonreír al mismísimo Caronte, respondió:

—Entonces lucharemos a la sombra.

(Que uno no sabe si es valor o sarcasmo suicida, pero en cualquier caso merece una estatua.)

Tres días duró el milagro. Tres días en que el mundo contuvo el aliento y los dioses, si existen, se quedaron en silencio. Pero como en toda buena tragedia griega, había que introducir al traidor. Efialtes, un pastor de sueños rotos, reveló a Jerjes un paso secreto por la montaña. El ejército persa rodeó la posición y condenó a los griegos. Leónidas, sabiendo que el fin había llegado, despidió a la mayoría de los aliados y se quedó con sus 300. También algunos tebanos y tespios decidieron morir con ellos. Tal vez por convicción, tal vez por no soportar la vergüenza del regreso.

Y entonces ocurrió. Una batalla que no fue batalla sino resistencia. Una danza final. Un último rugido de hombres que sabían que sus nombres cruzarían los siglos.

Leónidas murió. Y a su lado cayeron sus hombres, de pie, como columnas que se niegan a caer incluso después del derribo.

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Epílogo en piedra

Los persas vencieron. Claro. Y siguieron avanzando. Quemaron Atenas. Pero no vencieron del todo. Porque mientras los filósofos tallaban el pensamiento en la roca, los guerreros tallaron el coraje en la memoria. Poco después, los griegos se reagruparían, vencerían en Salamina y luego en Platea. El imperio persa retrocedería. Y Occidente, con toda su gloria, su miseria y sus contradicciones, nació con ese puñado de hombres que eligieron el lugar más estrecho para que la historia pasara por él.

Hoy, en el lugar donde cayeron, una sencilla inscripción, escrita por Simónides, sigue resistiendo al tiempo:

“Ve, forastero, y di a Esparta que aquí yacemos, obedientes a sus leyes.”

Y así, en Termópilas, mientras Jerjes pensaba que ganaba una guerra, Leónidas sembró una leyenda. Porque en ciertos días, no son los vencedores quienes hacen historia. Son los que se dejan matar con estilo.


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