Fue un sábado por la mañana. Habíamos desayunado sin prisa, con el murmullo tranquilo del fin de semana. El sol entraba por las ventanillas del coche y la ciudad aún parecía desperezarse. Íbamos camino de casa de mi madre, como tantas otras veces, a hacerle una visita.
Yo conducía con la mente en blanco, en ese estado en que los pensamientos flotan sin urgencia. De fondo, una canción cualquiera en la radio. Y entonces, desde el asiento trasero, mi hijo de seis años dejó caer una pregunta como una piedra en un estanque:
—Papá… ¿cuando se acaba el universo, qué hay detrás?
No lo preguntó como quien pide una explicación. Lo preguntó como quien se asoma a un abismo.
Y algo en el aire cambió. Como si durante un instante se abriera una grieta en el tejido de lo real.
El tráfico seguía, el semáforo parpadeaba en ámbar, pero el mundo se había detenido. Estábamos, sin darnos cuenta, al borde del infinito.
Aquí hay dragones
Durante siglos, los navegantes temieron cruzar los límites del mapa. En los márgenes de lo desconocido, los cartógrafos dibujaban criaturas imposibles y escribían: Hic sunt dracones. Aquí hay dragones.
Hoy, nuestros mapas del cosmos llegan más lejos que nunca: conocemos galaxias que apenas dejan una huella de luz tras millones de años.
Pero sigue habiendo dragones.
Sigue habiendo un borde que nadie ha cruzado.
El universo observable —es decir, aquello cuya luz ha tenido tiempo de llegarnos— tiene unos 93 mil millones de años luz de diámetro. Más allá de eso… no sabemos. ¿Hay más universo? ¿Otro diferente? ¿Nada? ¿El fin de todo?
La ciencia calla. O al menos susurra. Hay teorías —universos burbuja, espacio curvo, infinitud— pero nada concluyente.
Y ahí, en medio de ese territorio incierto, una voz infantil lanza su pregunta:
“¿Qué hay detrás?”

Una habitación sin paredes
Hay una imagen que usan algunos cosmólogos: imaginemos el universo como una habitación iluminada desde dentro. Lo que vemos es solo lo que ha sido tocado por la luz. Más allá, no es que no haya nada: es que no ha llegado aún el eco del Big Bang.
Pero un niño no pregunta por la luz. Pregunta por lo que está detrás.
Como si el universo fuera una casa, y él quisiera abrir la puerta del patio.
Hay algo profundamente humano —y profundamente misterioso— en esa necesidad de ir más allá del borde.
Cuando éramos pequeños, creíamos que detrás del armario podía haber un mundo secreto. Algunos lo llamaban Narnia. Otros, ahora, lo llaman multiverso, o membranas, o dimensiones ocultas.
Pero la intuición es la misma: que el universo, tal como lo percibimos, es solo una parte del todo.
La música de lo que no sabemos
No recuerdo cuánto tardé en contestarle. Solo sé que no quise apagar su pregunta con una respuesta rápida. No esa vez.
—No lo sabemos —le dije finalmente—. Quizás no se acaba nunca. O quizás hay algo que no entendemos aún.
Él asintió, sin decir más. Como si el misterio fuera suficiente. Como si lo esencial ya estuviera dicho.
Me conmovió esa aceptación serena. Aceptar que hay cosas que no sabemos… y que, sin embargo, podemos habitar.
Como quien escucha una melodía sin entender la partitura.

Somos el borde
Quizá la pregunta de qué hay detrás del universo no sea física, sino existencial.
Tal vez no haya un "detrás" como lugar. Tal vez el borde seamos nosotros mismos: esta conciencia que mira, que formula preguntas, que busca lo invisible.
El universo puede que no tenga fin, pero nosotros sí tenemos fronteras. Y esas fronteras —el lenguaje, la imaginación, la muerte, el amor— son los mapas donde dibujamos nuestras criaturas imposibles.
Y mientras tanto, seguimos viajando. Un sábado cualquiera, camino de casa de la abuela. El mundo gira. El coche avanza.
Pero algo ha cambiado. Hay una semilla plantada.
Y uno se descubre habitado por una pregunta que no quiere respuesta, sino compañía.
¿Y tú qué piensas?
¿Crees que el universo tiene un borde? ¿Qué podría haber más allá?
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A veces, las mejores preguntas no se hacen para ser respondidas, sino para que nunca dejemos de asombrarnos.
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