Corría el año 1902 cuando Georges Méliès, mago convertido en cineasta, transformó el celeste astro que nos alumbra en un personaje, en un extraño huésped capaz de recibir un cohete como si fuera una flecha. Esa imagen —la luna con un ojo atravesado— se ha vuelto un icono eterno, un símbolo que nos invita a detenernos y preguntarnos:

¿Qué fue lo que hizo que ese instante, simple y fantástico, iniciara una nueva forma de soñar y mirar el mundo?

Antes de Méliès, la luna era apenas un punto en el cielo, un destino imposible, un poema distante. Los hombres la miraban desde abajo, con telescopios, con la fantasía de Julio Verne o H.G. Wells. Pero nadie la había convertido en un actor con emociones y humor. Méliès tomó prestada una técnica teatral para dotar a la luna de un rostro humano, con cejas arqueadas y boca entreabierta, que recibe el cohete como si fuera una punzada de ironía cósmica.

En aquel momento el cine era apenas un juego mecánico, un espectáculo de feria. Pero Viaje a la Luna no solo inventó efectos visuales —doble exposición, animación stop motion, escenarios pintados— sino que sembró la idea de que las imágenes en movimiento podían abrir portales hacia lo imposible, hacia el asombro puro.

¿Te has fijado alguna vez en que el cohete no entra “en” la luna, sino que choca contra su ojo? Ese detalle no es casual ni solo un toque cómico. Es una metáfora visual que parece decirnos: la realidad misma es un poco absurda, y el universo, un espectador que nos mira, se deja atravesar pero no sin sorpresa.

Ese instante, congelado en el tiempo, es una invitación a recordar que la ciencia y la imaginación no son rivales sino aliados inseparables. El arte de Méliès se apoya en la curiosidad científica de su tiempo —los primeros vuelos, las investigaciones astronómicas— pero también en la magia y el teatro, en la capacidad humana de contar cuentos para desentrañar misterios.

Hoy, cuando pisar la luna es una hazaña tecnológica y no un sueño, Viaje a la Luna nos regresa a un tiempo donde la fantasía era la brújula que guiaba la exploración. Esa película dura apenas 14 minutos, pero en ellos cabe el asombro de un niño que mira hacia arriba y sueña con tocar estrellas.

Y aquí está la paradoja: aunque la imagen es inverosímil, incluso risible para ojos modernos, despierta en nosotros algo esencial. Ese algo es lo inesperado —la capacidad de maravillarnos ante lo desconocido, de permitir que lo imposible nos invite a pensar y a imaginar más allá.

Méliès no solo nos regaló una aventura lunar, sino un espejo para nuestro propio viaje interior. Nos mostró que cada imagen, cada idea, puede ser una puerta hacia otro mundo, un desafío a la realidad establecida.

En tiempos donde la tecnología nos muestra el universo en datos, gráficos y misiones espaciales, quizás sea más necesario que nunca recordar esa luna de papel, esa flecha de cartón, que nos invita a seguir preguntándonos qué es real, qué es ilusión y dónde comienza el verdadero asombro.

¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que miraste el cielo y sentiste que el misterio del universo te atravesaba como una flecha? ¿Crees que todavía hoy, en pleno siglo XXI, podemos recuperar ese sensación ingenua y poderosa que convirtió a una luna de cartón en un ícono eterno?