Una mañana de invierno, en un laboratorio de física en Gotinga, un costoso equipo de medición estalló sin previo aviso. No hubo cortocircuitos, no tembló el suelo. Solo una explosión repentina, limpia, absurda. Cuando los técnicos acudieron a inspeccionar el daño, uno de ellos murmuró entre dientes:
—Ha debido de pasar por aquí Pauli.
Y no era una broma.
Wolfgang Pauli, premio Nobel de Física, tenía una reputación inquietante. Allá donde iba, algo se rompía. Espectrómetros, generadores, relojes, tubos de rayos catódicos… No hacía falta que los tocara. A veces bastaba con que entrara en el edificio. En los círculos científicos se hablaba, medio en broma y medio en serio, del “efecto Pauli”: una especie de conjuro involuntario que hacía que los dispositivos fallaran con su sola presencia.
Una vez, los colegas de un observatorio astronómico le prohibieron expresamente la entrada. Otra vez, en un tren camino de Zúrich, pasó junto a una estación en la que, justo en ese instante, una máquina se averió sin causa aparente. Pauli se enteró por carta. Rió con su habitual mezcla de escepticismo y fascinación. “A lo mejor la realidad no es tan sólida como creemos”, escribió poco después.
Lo decía en serio.

Pauli fue uno de los padres de la mecánica cuántica. Estaba acostumbrado a convivir con paradojas: partículas que desaparecen al ser observadas, electrones que existen en dos lugares al mismo tiempo, experimentos que solo tienen sentido si se acepta que la materia no es del todo materia, sino algo más difuso, intermitente, probablemente incompleto.
Pero fuera del laboratorio, también le interesaba lo que no encajaba. En 1932, tras una profunda crisis personal que incluyó la muerte de su madre, el abandono de su mujer y una grave adicción al alcohol, Pauli recurrió a una ayuda que ningún físico clásico habría aprobado: empezó a enviar cartas a Carl Gustav Jung. Muchas. Más de 1300 páginas a lo largo de años.
Jung no era físico, pero tenía algo que a Pauli le intrigaba: hablaba del inconsciente como de una fuerza con entidad real, no metafórica. Y decía que algunos fenómenos —como los sueños, las coincidencias improbables, las intuiciones inexplicables— no eran meros errores del azar, sino huellas de un orden más profundo, invisible, tal vez compartido.
Jung lo llamó sincronicidad.
Pauli, que desconfiaba de todo lo místico, se sintió sorprendentemente cómodo con la idea.

Hay algo inquietante en los sucesos que no deberían pasar y, sin embargo, pasan. Las cosas que se caen sin que nadie las empuje. Los animales que presienten terremotos. Las llamadas que llegan justo cuando uno está pensando en la persona que llama. El niño que dibuja un accidente y al día siguiente lo ve en las noticias. Las intuiciones que nadie puede explicar… hasta que se cumplen.
Lo llamamos casualidad. O suerte. O anomalía.
Pero a veces el margen de lo posible parece estirarse como si tuviera vida propia.
Una vez, Pauli soñó con una mandala girando en espiral dentro de una esfera. A la mañana siguiente, al volver al laboratorio, su compañero le mostró una nueva representación del espín del electrón que —por pura coincidencia— coincidía exactamente con la figura del sueño. Pauli no se impresionó. Solo alzó una ceja y dijo: “Empiezo a sospechar que la mente también hace experimentos”.
¿Qué lugar ocupan estos guiños improbables en un mundo cada vez más técnico, más racional, más cronometrado?
¿Qué hacemos con lo que no podemos medir?
Tal vez nos hemos habituado a pensar que solo lo visible es real. Pero eso no impide que lo invisible se manifieste, a veces, con una fuerza que desarma. A través de un fallo en una máquina. De una imagen en un sueño. De una respuesta que llega antes que la pregunta.
Y ahí está el temblor: no en la certeza, sino en el desliz. No en lo que entendemos, sino en lo que resiste toda interpretación.

No es casual que algunas culturas antiguas creyeran que los nombres verdaderos de las cosas no podían pronunciarse. Que había un lenguaje secreto en los gestos, en los fallos, en las repeticiones. Como si el universo tuviera también su forma de parpadear.
Quizá por eso me sigue resultando tan poderoso el efecto Pauli. Porque, aunque nunca se probó nada, aunque probablemente no fuera más que un mito de laboratorio, encarna algo que todos intuimos pero pocos se atreven a nombrar: que hay veces en que la realidad parece responder con una sonrisa torcida, como diciendo “te veo”, justo cuando ya no esperabas nada.
¿Y si cada fallo —cada máquina rota, cada señal improbable, cada coincidencia que parece burlarse de la lógica— fuera también una invitación?
¿Y si el mundo, de vez en cuando, nos hiciera un guiño?
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