La construcción del Partenón y el misterio de una colina que nunca dejó de hablar

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Dicen que, una noche de verano del año 447 a. C., un joven cantero ateniense se detuvo al borde del andamio, con el cincel todavía tibio entre los dedos, y preguntó en voz baja: «¿Por qué hacemos algo tan grande si ninguno de nosotros vivirá para verlo completo?»
Nadie respondió. Pero la colina —ese promontorio calizo al que hoy llamamos Acrópolis— pareció guardar la pregunta en sus grietas. Quizá porque ya entonces sabía que habría sido imposible responderla.
En este artículo viajaremos a la construcción del Partenón y a su significado en el siglo de Pericles, su transformación con el paso de los siglos y su relevancia hoy. Lo haremos desde lo que la historia suele olvidar: los detalles, los gestos, las dudas y las intuiciones que, como pequeños hilos ocultos, sostienen las grandes obras. Porque comprender la Acrópolis no es solo aprender fechas o estilos arquitectónicos; es preguntarse qué mueve a una sociedad a levantar algo que la excede.

Una colina que ya era sagrada antes de ser famosa

Cuando Pericles impulsó su ambicioso programa de reconstrucción, Atenas acababa de sobrevivir —a duras penas— a las guerras médicas. La ciudad necesitaba algo más que murallas: necesitaba un relato.
La Acrópolis, arrasada por los persas, era el lugar perfecto para reescribirlo.
Lo curioso es que la colina había sido sagrada mucho antes de Pericles. Antes incluso de Atenea. Los arqueólogos han encontrado restos micénicos, cultos prehelénicos, huellas de una memoria que no entiende de idiomas.
Pero los atenienses del siglo V a. C. veían otra cosa: veían el corazón simbólico de una polis que aspiraba a convertirse en el centro cultural del mundo griego.
Pericles, con su voz lenta y su cabeza siempre inclinada hacia el hombro —rasgo físico que mencionan varias fuentes—, decía que Atenas debía “ser para Grecia lo que una luz es para el mar”. Nunca sabremos si lo pronunció tal cual, pero encaja con su carácter: una mezcla de pragmatismo político y voluntad estética.

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El Partenón: más precisión que soberbia

El Partenón es hoy un monumento, pero durante su construcción fue un taller. Un espacio vivo, lleno de golpes, polvo y cálculos que a menudo fallaban.
El edificio, dirigido por Fidias y ejecutado por los arquitectos Ictino y Calícrates, se diseñó con una obsesión que roza lo inexplicable: ninguna línea es realmente recta.
Columnas que se inclinan un poco hacia dentro, escalones con una curvatura imperceptible, proporciones basadas en relaciones matemáticas que aún hoy desconciertan a los especialistas.
No eran errores: eran correcciones ópticas para compensar los engaños de la mirada humana.
Uno de los canteros que trabajaba en el friso —según una anécdota transmitida de forma fragmentaria por Plutarco— se quejaba de que “nadie lo vería nunca desde tan cerca”. Y tenía razón: las esculturas del friso estaban a más de doce metros de altura. Pero Fidias le respondió algo que me persigue desde que lo leí:
«No lo hacemos para que lo vean. Lo hacemos para que exista».
Mientras escribía mi novela sobre la Grecia clásica, esa frase volvió a mí muchas veces. Cada vez que dudaba si pulir un párrafo que probablemente nadie notaría, pensaba en esos escultores invisibles, trabajando para una mirada futura que ni siquiera podían imaginar.

Pericles y la política de lo imposible

Más allá del mármol, el Partenón fue un acto político. Pericles sabía que Atenas necesitaba una obra que sintetizara su identidad: racionalidad, belleza, orden, poder naval, democracia (o lo más parecido que entonces podía existir).
Pero lo audaz no fue construir el templo: fue financiarlo.
Parte del dinero provenía de la Liga de Delos, la alianza militar liderada por Atenas. Que se usaran los tributos de otras ciudades para levantar un templo dedicado a la diosa de Atenas generó tensiones.
Sin embargo, Pericles lo defendió con un argumento casi poético: “Mientras protejamos a Grecia, podemos embellecer Atenas.”
Construir belleza como estrategia política. No deja de ser inquietante.
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Un templo que no quiso ser solo templo

Pocos edificios han tenido tantas vidas como el Partenón.
Fue santuario de Atenea Partenos.
Fue tesoro del imperio ateniense.
Fue iglesia cristiana.
Fue mezquita.
Fue polvorín otomano (y aquí comenzó su gran tragedia cuando explotó en 1687).
Fue monumento arqueológico europeo en el siglo XIX.
Es hoy símbolo nacional griego… y también objeto de disputa internacional por sus esculturas.
Y, sin embargo, sigue resistiendo. Convertido en ruina, pero no en silencio.
Cada época ha proyectado en él lo que necesitaba ver: fe, poder, ciencia, identidad, nostalgia. Quizá por eso nunca deja de transformarse.

El eco personal: lo que aprendí al escribir sobre Grecia

Cuando estaba investigando para mi novela —esa cuyo protagonista también intenta comprender qué significa caminar hacia la gloria sin saber si la merece— pasé semanas leyendo descripciones de la Acrópolis. Lo que más me impresionó no fue su tamaño, sino su intención.
El Partenón no se creó solo para mirar al mundo, sino para que el mundo lo mirara de vuelta.
Eso es algo que entendí tarde: que hay obras que no pretenden convencer a nadie, sino recordar que lo humano a veces toca lo inabarcable sin darse cuenta.
Como Dion, el joven aristócrata de mi ficción, comprendí que construir —ya sea un templo o una vida— consiste en poner una piedra sobre otra sin saber exactamente qué forma tendrá al final.
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El Partenón hoy: ¿qué nos sigue diciendo?

Hoy miles de visitantes suben cada día por la rampa de la Acrópolis. Hacen fotos, escuchan guías, buscan sombra. Y sin embargo, a veces ocurre algo extraño: basta detenerse un instante, mirar una columna gastada, un fragmento de triglifo, una esquina erosionada, para sentir que hay algo que no termina de explicarse con palabras.
Quizá porque la Acrópolis no es solo un conjunto de piedras antiguas, sino una manera de mirar: una invitación a recordar que, en algún momento, fuimos capaces de crear algo que nos superaba.
Y ese hilo —el que une lo que escribo aquí con lo que escribo en ficción— es siempre el mismo: la intuición de que lo importante se esconde donde nadie mira.

Una pregunta para quien llegue hasta aquí

Cada generación interpreta el Partenón de forma distinta. Hoy lo vemos como patrimonio, belleza, memoria. Pero, si pudieras preguntarle algo —a ese templo herido, a esa colina que sigue respirando ideas—, ¿qué te gustaría saber?
Quizá esa pregunta diga más de ti que cualquier respuesta histórica.
Y, quién sabe, tal vez sea la misma pregunta que, desde otro lugar y otro tiempo, también late entre las páginas de mi novela.


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