Hace casi tres mil años, un pastor griego llamado Hesíodo levantó la vista hacia el cielo y se preguntó de dónde venían los dioses. Esa pregunta —aparentemente ingenua, radical en su tiempo— dio origen a la Teogonía, uno de los textos fundacionales de la civilización occidental. No es un tratado teológico ni un simple poema antiguo: es un mapa del origen del universo contado desde la emoción humana, una genealogía del cosmos tejida con miedo, deseo y memoria. En este artículo exploramos por qué la Teogonía sigue viva, qué nos dice hoy sobre nuestro propio comienzo y cómo un hombre que hablaba con las musas logró convertir el caos en palabra.
Una vez, según cuenta él mismo, Hesíodo estaba pastoreando sus ovejas en las laderas del monte Helicón cuando se le aparecieron las Musas. Eran hijas de Zeus, portadoras de la voz que da forma al mundo. Le entregaron una rama de laurel y le dijeron:
“Nosotras sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdad,
pero también sabemos, cuando queremos, revelar lo verdadero.”
Es difícil imaginar una escena más simple —un hombre solo, el rumor de los animales, un relámpago de inspiración— y a la vez más decisiva para la historia del pensamiento. Porque lo que Hesíodo recibió aquel día no fue una revelación sobre los dioses, sino una forma de mirar el origen: el impulso de narrar el universo como si fuera una familia.
De Caos nacieron Gea (la Tierra) y Eros (el deseo). No fue una creación por decreto, sino por necesidad. Antes que la luz o el tiempo, existió el impulso de unirse, de engendrar. El universo comenzó por un abrazo.
Hesíodo no escribe desde la razón abstracta, sino desde algo más cercano: el asombro ante el orden que surge de la confusión, ante la violencia que engendra belleza. Y en su relato, los dioses no son símbolos inmóviles sino seres vivos, vulnerables, que sienten celos, miedo, ambición. Urano teme a sus hijos y los encierra en el vientre de su madre. Crono los libera, pero después repite la historia y devora a los suyos. Es el ciclo eterno del poder, la lucha entre generaciones, el eco que aún resuena en la historia humana.

A veces se olvida que Hesíodo fue contemporáneo de Homero, pero su voz es distinta. Mientras Homero canta hazañas, Hesíodo cavila sobre el origen. Su Teogonía no es una epopeya de héroes, sino un intento de pensar el cosmos antes de que existieran las categorías para hacerlo. Si uno lo lee despacio, puede sentir el vértigo de un hombre que intenta poner palabras al misterio de existir.
Lo más fascinante es que su relato no busca explicar, sino acompañar. No impone una verdad: la ofrece como un canto que brota de la duda. La misma duda que sentimos hoy cuando nos preguntamos qué había antes del Big Bang o qué significa, realmente, el vacío.
Porque el Caos de Hesíodo —ese primer ser sin forma ni medida— no era destrucción, sino posibilidad. Una oquedad fértil, un lugar donde todo puede comenzar.
Recuerdo que durante la escritura de mi novela, en uno de esos días en los que las palabras parecían resistirse, volví a leer los primeros versos de la Teogonía. Buscaba entender por qué Hesíodo empezaba por invocar a las Musas, no por afirmar su saber. Y comprendí que en ese gesto había una rendición necesaria: escribir es aceptar que el sentido no se posee, se revela. Quizá por eso el mundo empieza cantando.
Como escritor, no me interesa tanto lo que los antiguos creían, sino cómo miraban. En su mirada estaba la conciencia de que todo —el cielo, los dioses, la memoria— nace de una tensión entre orden y desorden, entre deseo y temor. Y que esa tensión, lejos de resolverse, es lo que mantiene vivo el universo.

Leemos a Hesíodo para recordar que el origen no es una fecha, sino una experiencia. Que todos, alguna vez, sentimos dentro un pequeño caos que pide forma. Que cuando creamos —una historia, una idea, una vida— repetimos, sin saberlo, el gesto primero del cosmos.
Y quizá también por eso, cuando el poema termina, uno siente que algo sigue comenzando.
Hay una frase que siempre me ronda después de leerlo: si los dioses fueron una vez hijos, ¿qué significa entonces crear? ¿Estamos repitiendo la historia de Crono —devorando lo que tememos perder— o la de Gea —dando a luz incluso sabiendo el dolor que vendrá—?
Tal vez la verdadera genealogía del mundo no esté en los cielos, sino en cada instante en que elegimos volver a empezar.
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