“Papá, ¿cómo sabemos que no estamos soñando?”.
La pregunta me sorprendió en medio del desayuno. Mi hijo de seis años de nuevo pronunció una de sus ocurrencias con la naturalidad de quien señala una nube con forma de dragón. Y sin embargo, lo que dijo contenía una inquietud que ha atravesado siglos de pensamiento humano.
Porque, ¿cómo estar seguros de que lo que llamamos “realidad” no es un sueño particularmente convincente?
La duda eterna: de los filósofos antiguos a Descartes
El filósofo chino Zhuangzi lo expresó en un relato que aún hoy fascina: soñó que era una mariposa, ligera y feliz, sin conciencia de ser humano. Al despertar, se preguntó: ¿soy un hombre que soñó ser mariposa o una mariposa que ahora sueña ser hombre? No buscaba una respuesta definitiva, sino señalar la fragilidad del límite entre vigilia y sueño.
Siglos más tarde, Platón describió en su célebre alegoría de la caverna cómo los hombres viven encadenados frente a sombras, creyéndolas la realidad misma. Salir de la caverna equivalía a despertar de un sueño colectivo.
En el siglo XVII, René Descartes retomó esta sospecha con un rigor inédito. Encerrado en su habitación, dudó de todo lo que percibían sus sentidos. Podría estar soñando, o incluso, engañado por un “genio maligno” que fabricara una ilusión perfecta. Solo le quedó una certeza: “pienso, luego existo”. Un punto firme en un mar de incertidumbre.

Las religiones: la vida como sueño o ilusión
Muchas tradiciones espirituales también han hablado de la vida como un sueño del que algún día despertaremos.
En el hinduismo, se utiliza el término Māyā para referirse al velo ilusorio que cubre la realidad última. Vivimos atrapados en apariencias, como en un teatro cósmico, sin ver lo que hay detrás.
El cristianismo, en cambio, ha descrito la vida terrenal como un tránsito breve, “un soplo”, frente a la eternidad. San Agustín, atormentado por la naturaleza del tiempo, escribió: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”. Esa incapacidad para asir lo más cotidiano se parece mucho a vivir en un sueño.
En el budismo, el paralelismo es aún más directo: se nos dice que la existencia ordinaria es como un sueño, un espejismo. Despertar, en este caso, significa alcanzar la iluminación: ver el mundo tal cual es, sin los filtros del ego ni del deseo. El Dalái Lama lo expresó con sencillez: “Ve todo como un sueño. Aunque veas diferencias, son ilusorias”.
La ciencia: la mente como creadora de realidades
La neurociencia ha demostrado que lo que llamamos “realidad” no es una copia fiel del mundo, sino una interpretación. El cerebro recibe estímulos fragmentarios y los convierte en una imagen coherente, rellenando huecos, ajustando perspectivas, incluso inventando colores.
El fenómeno de las ilusiones ópticas lo ilustra bien: vemos movimiento donde no lo hay, escuchamos palabras en ruidos aleatorios, completamos patrones incompletos. Nuestro cerebro es, en esencia, un narrador incansable.
Al dormir, ese narrador suelta amarras y genera mundos completos sin necesidad de estímulos externos. Pero al despertar sigue haciendo lo mismo: construye un relato que llamamos “vigilia”. Desde este punto de vista, soñar y estar despiertos no son tan distintos: solo cambia la fuente de los datos que alimentan la maquinaria cerebral.

Psicología y experiencia cotidiana
La psicología moderna ha mostrado cómo nuestra mente puede distorsionar la realidad sin que lo notemos. Los sesgos cognitivos son prueba de ello: creemos ver lo que confirma nuestras ideas previas, ignoramos lo que nos incomoda, exageramos lo que tememos.
En la vida diaria lo comprobamos a menudo. Una discusión puede sonar en nuestra cabeza más cruel de lo que realmente fue; un recuerdo feliz puede, con el tiempo, convertirse en nostalgia o en reproche. Lo real se mezcla con lo imaginado hasta el punto de que nuestra biografía es más un relato que un registro objetivo.
De hecho, cuando recordamos, no “sacamos” un archivo intacto del cerebro: lo reconstruimos cada vez, y en ese proceso añadimos, omitimos, alteramos. Nuestros recuerdos también sueñan.
Vivir en la frontera
Durante la escritura de mi novela hubo noches en que me levantaba de la mesa con la sensación de haber convivido con personas reales: los personajes. Sus voces, sus gestos, sus decisiones parecían tan firmes como los de cualquier amigo. Y al cerrar el ordenador no sabía si había pasado la tarde en mi casa o en otro mundo. ¿Acaso no ocurre lo mismo cuando soñamos?
Quizá la pregunta de mi hijo —“¿cómo sabemos que no estamos soñando?”— no busque una respuesta técnica, sino una actitud. Tal vez no se trata de elegir entre vigilia o sueño, sino de aceptar que ambos son tejidos con la misma materia: imágenes, deseos, recuerdos, emociones.

Una invitación
Filosofía, religión, ciencia, psicología y experiencia cotidiana parecen coincidir en algo: nuestra realidad es menos sólida de lo que creemos. Se mueve, se dobla, se transforma como un reflejo en el agua.
Quizá lo esencial no sea demostrar que estamos despiertos, sino aprender a vivir con la duda, con esa ligera vibración que nos recuerda que el suelo bajo los pies puede ser también un sueño.
Y entonces, mientras lees estas líneas, te devuelvo la pregunta con la que empezó todo:
¿y si este momento que llamas “realidad” no es más que otro sueño del que aún no hemos despertado?
Te agradecería de veras que lo compartieras y que, si te apetece, me dejaras unas líneas en los comentarios. Me interesa mucho tu opinión, y también saber si te gustan estos temas para profundizar en ellos. También puedes suscribirte al blog, es gratis y no te perderás ninguna de las publicaciones. ¡Muchas gracias!